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Las cosas ya no son como eran

26-V-2016

Las cosas ya no son como eran

Era una desapaci­ble tarde de invier­no; el sol hacía rato que se había puesto, y por la zona donde esta­ba ubi­ca­do este pequeño pueblo del inte­ri­or el frío ya había empeza­do a arreciar con la may­or de las crudezas posi­bles. Unas tenues luces amar­il­len­tas, acos­tum­bradas por el paso de los años a ilu­mi­nar entre espe­sos ban­cos de niebla, eran las úni­cas que se atrevían a acom­pañar en la plaza del pueblo a Ramón, el alcalde.

A lo lejos se empez­a­ban a intuir dos luces que se aprox­ima­ban lenta­mente, ser­pen­te­an­do entre el sin­fín de peli­grosas cur­vas que pre­cedían la entra­da al pueblo que le había otor­ga­do el dudoso hon­or de ser el alcalde y rep­re­sen­tar a toda aque­l­la gente nada propen­sa a acep­tar la lle­ga­da de gente nue­va al pueblo, fuer­an quienes fue­sen los recién lle­ga­dos. Ramón no era ori­un­do del lugar, pero hacía tan­tos años que había lle­ga­do tem­po­ral­mente jun­to a sus padres que ya ni record­a­ba cuán­tos años llev­a­ba vivien­do allí.

Las dos luces que se intuían ya se veían clara­mente, y esas dos luces eran las que oblig­a­ban al pobre Ramón a estar fuera de su casa en aquel momen­to; «sólo a un loco se le ocur­riría estar aquí pelán­dose de frío», se decía. Y no esta­ba para nada fal­to de razón. Esas dos luces pertenecían al auto­bús que traía y recogía gente del pueblo una vez a la sem­ana; en real­i­dad no se pre­cis­a­ba una comu­ni­cación más fre­cuente porque quienes allí hab­it­a­ban no tenían ningu­na inten­ción de irse y quienes no eran veci­nos del pueblo tam­poco tenían inten­ción algu­na de vis­i­tar­lo.

En ese auto­bús lle­ga­ba Miguel: el nue­vo médi­co del pueblo; lle­ga­ba en susti­tu­ción de don Ger­va­sio, que dos meses antes de que le lle­gara su tan ansi­a­da jubi­lación ya había puesto su casa a la ven­ta para tratar de encon­trar com­prador, o en sus propias pal­abras: «para ver si puedo encon­trar a alguien tan descere­bra­do como para quer­er com­prarse una casa aquí». Como don Ger­va­sio ya esper­a­ba: no tuvo suerte. Pero eso no le impidió largarse de allí lo antes posi­ble, inclu­so antes de que su susti­tu­to lle­gase al pueblo, sin impor­tar­le lo más mín­i­mo dejar a esa gente sin médi­co durante un par de días.

Lle­ga­ba Miguel en el auto­bús, como decía, y al primero y úni­co que encon­tró esperán­do­lo allí fue a Ramón.
—Ust­ed debe de ser Miguel, el nue­vo médi­co, ¿no?
—Así es, soy Miguel, encan­ta­do. ¿Y ust­ed es…?
—Ramón, el alcalde —dijo mien­tras se estrech­a­ban las manos.
—Ah, pues mucho gus­to. Qué frío hace aquí, ¿no? Ya me lo dijeron antes de venir, pero…
—Ya se acos­tum­brará… o quizá no, si se va antes. Y no ten­ga tan­to gus­to, que pron­to dejará de ten­er­lo.
—¿Perdón?
—Nada, olvíde­lo, ya me enten­derá.

La primera impre­sión de Miguel de su nue­vo lugar de tra­ba­jo no podía estar sien­do peor. Mucho frío, ni un alma por la calle, y la úni­ca per­sona que allí había, el alcalde, no parecía ser un tipo demasi­a­do ami­ga­ble. «Como esto siga así pron­to pediré el trasla­do», pen­só. Y todavía no había lle­ga­do lo peor.

—Bueno, ¿qué le parece si me indi­ca por dónde que­da la con­sul­ta y el lugar donde me hospedaré tem­po­ral­mente has­ta que encuen­tre casa?
—En cuan­to a lo de la con­sul­ta no va a ten­er ningún prob­le­ma en lle­gar ust­ed solo, como podrá apre­ciar este pueblo no es muy grande. Esta es la plaza, y por donde ha venido con el auto­bús es calle prin­ci­pal, si sigue cam­i­nan­do se topará con un letrero grande que pone «Casa del médi­co», allí está su con­sul­ta y éstas son las llaves —le dijo hacién­dole entre­ga de dos llaves engan­chadas a un llavero de… cier­to per­son­aje históri­co que no merece la pena nom­brar—; en cuan­to al lugar donde se hospedará, como ust­ed dice, tem­po­ral­mente, ya no le sé yo indicar porque no ten­go con­stan­cia de ello.
—Pero me dijeron…
—Ya… Mire, yo no sé lo que le dijeron, pero le advier­to de una cosa: aquí no nos gus­ta la gente de fuera, ni aunque sea el médi­co; si por nosotros fuera ya podría mar­charse ust­ed por donde ha venido, pero da la casu­al­i­dad que nece­si­ta­mos más a un médi­co que el hac­er real­i­dad nue­stros deseos, así que nos fas­tidi­amos y aguantare­mos que ven­ga aquí a opinar sobre nosotros y a juz­gar­nos sin siquiera cono­cer­nos… ¡y casi mejor, créame! si lle­ga a cono­cer­nos cam­biará a peor su opinión sobre nosotros.
—Vaya, parece que las cosas ya no son como eran… ¿Y qué voy a hac­er? ¿Dónde voy a cenar? ¿Y dormir?
—Pues no sé qué quiere que le diga. Ahí tiene el bar de Julián, le dará bien de com­er, y si no le dice que es el nue­vo médi­co y no se da cuen­ta por sí solo lo mis­mo esta vez no le cobra de más por el menú… es que no le caen bien los médi­cos ¿sabe? Y en cuan­to a dónde dormirá, pues quizá en la casa del médi­co encuen­tre algu­na buta­ca con­fort­able, porque aquí no ten­emos ni siquiera alber­gue. La úni­ca casa disponible que hay donde pue­da entrar a vivir es la de don Ger­va­sio, el ante­ri­or médi­co, que aunque está en ven­ta ya sabe que nadie se la va a com­prar, así que si me per­mite un con­se­jo, y esta vez se lo daré gratis, hágale una ofer­ta de alquil­er si quiere vivir en otro sitio difer­ente a la casa del médi­co y seguro que se la acep­ta.
—¿Pero cómo voy a pasar la noche en una buta­ca en la con­sul­ta? ¡Vaya pueblo de locos al que he ido a parar!
—Pues no sé cómo pasará la noche, pero le recomien­do que des­canse lo mejor posi­ble, porque mañana a las ocho de la mañana empieza su horario de con­sul­ta, y todo el pueblo quiere saber quién es ust­ed, así que tiene muchas citas pro­gra­madas… y no quer­rá lle­gar el primer día a pasar con­sul­ta con ojeras, ¿no? Le deseo suerte.

Y con estas últi­mas pal­abras Ramón se dio la vuelta y dejó a Miguel con una cara de per­ple­ji­dad tal que has­ta a Ramón, hom­bre poco dado a reírse, le provocó en su cara una pequeña mue­ca lo más pare­ci­do a la risa que en él podía verse.

—Pues sí que esta­mos bien —dijo Miguel en voz alta, pero para sí mis­mo, porque allí ya no había nadie más— aho­ra mis­mo llamo por telé­fono para pedir el trasla­do… —mien­tras rebus­ca­ba en los bol­sil­los para encon­trar su telé­fono móvil empezó a pen­sar: «ya me extraña­ba a mí con­seguir plaza tan rápi­do en algún sitio, y con un suel­do bas­tante más ele­va­do de lo que ya hubiera dado por bueno…».

Tras rebus­carse por todos los bol­sil­los, sin éxi­to, lo encon­tró en un pequeño bol­sil­lo de la male­ta sin saber exac­ta­mente en qué momen­to lo había puesto allí. Sacó el telé­fono del bol­sil­lo, encendió la pan­talla y…
—¡Joder! Enci­ma no hay ni cober­tu­ra aquí.

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4 comentarios

  1. ¡Hola Javi! Me ha encan­ta­do el real­to :).

    Me ha gus­ta­do la nar­ración y hay partes muy chu­las (he esta­do ten­ta­da de pon­er post-its al orde­nador, XD).

    Habrá segun­da parte, ¿ver­dad?

    ¡Un salu­do!

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    • ¡Hala! Muchas gra­cias Isa, me ale­gro mucho de que te haya gus­ta­do tan­to. 😀 Pues la ver­dad es que no había pen­sa­do en una segun­da parte; fue un tan­to impro­visa­do, me puse a apor­rear el tecla­do y me sal­ió eso. 😛 ¡Pero es una bue­na idea! Si encuen­tro una for­ma que me parez­ca ade­cua­da de con­tin­uar­lo sin que estropee lo que ya hay lo hago. ¡Gra­cias por la idea! Un salu­do. 😀

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  2. Pobre­cil­lo… jaja­ja­ja­ja

    ¡Besos!

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    • Jaja sí, con toda la ilusión que iba a su primer día de tra­ba­jo y en vaya sitio donde ha ido a caer. 😛 Besos, Bet­tie. 😀

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