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El traje nuevo del emperador

25-XI-2015

Hace muchos años había un emper­ador tan afi­ciona­do a los tra­jes nuevos, que gasta­ba todas sus rentas en vestir con la máx­i­ma ele­gan­cia. No se interesa­ba por sus sol­da­dos ni por el teatro, ni le gusta­ba salir de paseo por el cam­po, a menos que fuera para lucir sus tra­jes nuevos. Tenía un vesti­do dis­tin­to para cada hora del día, y de la mis­ma man­era que se dice de un rey: «Está en el con­se­jo», de nue­stro hom­bre se decía: «El emper­ador está en el ves­tu­ario».
La ciu­dad en que vivía el emper­ador era muy ale­gre y bul­li­ciosa. Todos los días lle­ga­ban a ella muchísi­mos extran­jeros, y una vez se pre­sen­taron dos truhanes que se hacían pasar por teje­dores, ase­gu­ran­do que sabían tejer las más mar­avil­losas telas. No sola­mente los col­ores y los dibu­jos eran her­mosísi­mos, sino que las pren­das con ellas con­fec­cionadas poseían la mila­grosa vir­tud de ser invis­i­bles a toda per­sona que no fuera apta para su car­go o que fuera irre­me­di­a­ble­mente estúp­i­da.

Relato

«¡Deben ser vesti­dos mag­ní­fi­cos» —pen­só el emper­ador. Si los tuviese, podría averiguar qué fun­cionar­ios del reino son inep­tos para el car­go que ocu­pan. Podría dis­tin­guir entre los inteligentes y los ton­tos. Nada, que se pon­gan ensegui­da a tejer la tela—. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen ade­lan­to en metáli­co, para que pusier­an manos a la obra cuan­to antes.
Ellos mon­taron un telar y sim­u­la­ron que tra­ba­ja­ban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron sum­in­is­trar las sedas más finas y el oro de mejor cal­i­dad, que se embol­saron boni­ta­mente, mien­tras seguían hacien­do como que tra­ba­ja­ban en los telares vacíos has­ta muy entra­da la noche.
«Me gus­taría saber si avan­zan con la tela» —pen­só el emper­ador. Pero había una cuestión que lo tenía un tan­to cohibido, a saber, que un hom­bre que fuera estúpi­do o inep­to para su car­go no podría ver lo que esta­ban tejien­do. No es que temiera por sí mis­mo; sobre este pun­to esta­ba tran­qui­lo; pero, por si aca­so, prefer­ía enviar primero a otro, para cer­cio­rarse de cómo and­a­ban las cosas. Todos los habi­tantes de la ciu­dad esta­ban infor­ma­dos de la par­tic­u­lar vir­tud de aque­l­la tela, y todos esta­ban impa­cientes por ver has­ta qué pun­to su veci­no era estúpi­do o inca­paz.
«Enviaré a mi viejo min­istro a que vis­ite a los teje­dores —pen­só el emper­ador—. Es un hom­bre hon­ra­do y el más indi­ca­do para juz­gar de las cual­i­dades de la tela, pues tiene tal­en­to, y no hay quien desem­peñe el car­go como él».
El viejo y dig­no min­istro se pre­sen­tó, pues, en la sala ocu­pa­da por los dos embau­cadores, los cuales seguían tra­ba­jan­do en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! —pen­só el min­istro para sus aden­tros, abrien­do unos ojos como naran­jas—. ¡Pero si no veo nada!». Sin embar­go, no soltó pal­abra.
Los dos fulleros le rog­a­ron que se acer­case y le pre­gun­taron si no encon­tra­ba mag­ní­fi­cos el col­or y el dibu­jo. Le señal­a­ban el telar vacío, y el pobre hom­bre seguía con los ojos des­en­ca­ja­dos, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios san­to! —pen­só—. ¿Seré ton­to aca­so? Jamás lo hubiera creí­do, y nadie tiene que saber­lo. ¿Es posi­ble que sea inútil para el car­go? No, des­de luego no puedo decir que no he vis­to la tela».
—¿Qué? ¿No dice Vue­cen­cia nada del teji­do? —pre­gun­tó uno de los teje­dores.
—¡Oh, pre­cioso, mar­avil­loso! —respondió el viejo min­istro miran­do a través de los lentes—. ¡Qué dibu­jo y qué col­ores! Des­de luego, diré al emper­ador que me ha gus­ta­do extra­or­di­nar­i­a­mente.
—Nos da una bue­na ale­gría —respondieron los dos teje­dores, dán­dole los nom­bres de los col­ores y describién­dole el raro dibu­jo. El viejo tuvo buen cuida­do de quedarse las expli­ca­ciones en la memo­ria para poder repe­tir­las al emper­ador; y así lo hizo.
Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo nece­sita­ban para seguir tejien­do. Todo fue a parar a sus bol­sil­los, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos con­tin­uaron, como antes, tra­ba­jan­do en las máquinas vacías.
Poco después el emper­ador envió a otro fun­cionario de su con­fi­an­za a inspec­cionar el esta­do de la tela e infor­marse de si quedaría pron­to lista. Al segun­do le ocur­rió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.
—¿Ver­dad que es una tela boni­ta? —pre­gun­taron los dos tram­posos, seña­lan­do y expli­can­do el pre­cioso dibu­jo que no existía.
«Yo no soy ton­to —pen­só el hom­bre—, y el empleo que ten­go no lo suel­to. Sería muy fas­tidioso. Es pre­ciso que nadie se dé cuen­ta». Y se deshi­zo en ala­ban­zas de la tela que no veía, y pon­deró su entu­si­as­mo por aque­l­los her­mosos col­ores y aquel sober­bio dibu­jo.
—¡Es dig­no de admiración! —dijo al emper­ador.
Todos los moradores de la cap­i­tal habla­ban de la mag­ní­fi­ca tela, tan­to, que el emper­ador quiso ver­la con sus pro­pios ojos antes de que la sacasen del telar. Segui­do de una mul­ti­tud de per­son­ajes escogi­dos, entre los cuales fig­ura­ban los dos pro­bos fun­cionar­ios de mar­ras, se encam­inó a la casa donde para­ban los pícaros, los cuales con­tinu­a­ban tejien­do con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hila­dos.
—¿Ver­dad que es admirable? —pre­gun­taron los dos hon­ra­dos dig­natar­ios—. Fíjese Vues­tra Majes­tad en estos col­ores y estos dibu­jos —y señal­a­ban el telar vacío, creyen­do que los demás veían la tela.
«¡Cómo! —pen­só el emper­ador—. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es ter­ri­ble! ¿Seré tan ton­to? ¿Aca­so no sir­vo para emper­ador? Sería espan­toso».
—¡Oh, sí, es muy boni­ta! —dijo—. Me gus­ta, la aprue­bo. —Y con un gesto de agra­do mira­ba el telar vacío; no quería con­fe­sar que no veía nada.
Todos los com­po­nentes de su séquito mira­ban y remira­ban, pero ninguno saca­ba nada en limpio; no obstante, todo era excla­mar, como el emper­ador: —¡oh, qué boni­to!—, y le acon­se­jaron que estre­nase los vesti­dos con­fec­ciona­dos con aque­l­la tela en la pro­ce­sión que debía cel­e­brarse próx­i­ma­mente. —¡Es pre­ciosa, ele­gan­tísi­ma, estu­pen­da!— cor­ría de boca en boca, y todo el mun­do parecía extasi­a­do con ella.
El emper­ador con­cedió una con­dec­o­ración a cada uno de los dos bri­bones para que se las prendier­an en el ojal, y los nom­bró teje­dores impe­ri­ales.
Durante toda la noche que pre­cedió al día de la fies­ta, los dos embau­cadores estu­vieron lev­an­ta­dos, con dieciséis lám­paras encen­di­das, para que la gente viese que tra­ba­ja­ban acti­va­mente en la con­fec­ción de los nuevos vesti­dos del Sober­a­no. Sim­u­la­ron quitar la tela del telar, cor­tar­la con grandes tijeras y coser­la con agu­jas sin hebra; final­mente, dijeron: —¡Por fin, el vesti­do está lis­to!
Llegó el emper­ador en com­pañía de sus caballeros prin­ci­pales, y los dos truhanes, lev­an­tan­do los bra­zos como si sos­tu­viesen algo, dijeron:
—Esto son los pan­talones. Ahí está la casaca. Aquí tienen el man­to… Las pren­das son lig­eras como si fue­sen de telaraña; uno creería no lle­var nada sobre el cuer­po, mas pre­cisa­mente esto es lo bueno de la tela.
—¡Sí! —asin­tieron todos los corte­sanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.
—¿Quiere dig­narse Vues­tra Majes­tad quitarse el tra­je que lle­va —dijeron los dos bri­bones— para que podamos vestir­le el nue­vo delante del espe­jo?
Quitose el emper­ador sus pren­das, y los dos sim­u­la­ron pon­er­le las diver­sas piezas del vesti­do nue­vo, que pre­tendían haber ter­mi­na­do poco antes. Y cogien­do al emper­ador por la cin­tu­ra, hicieron como si le atasen algo, la cola segu­ra­mente; y el Monar­ca todo era dar vueltas ante el espe­jo.
—¡Dios, y qué bien le sien­ta, le va estu­pen­da­mente! —exclam­a­ban todos—. ¡Vaya dibu­jo y vaya col­ores! ¡Es un tra­je pre­cioso!
—El palio bajo el cual irá Vues­tra Majes­tad durante la pro­ce­sión, aguar­da ya en la calle —anun­ció el mae­stro de cer­e­mo­nias.
—Muy bien, estoy a pun­to —dijo el emper­ador—. ¿Ver­dad que me sien­ta bien? —y volviose una vez más de cara al espe­jo, para que todos crey­er­an que veía el vesti­do.
Los ayu­das de cámara encar­ga­dos de sosten­er la cola bajaron las manos al sue­lo como para lev­an­tar­la, y avan­zaron con ademán de sosten­er algo en el aire; por nada del mun­do hubier­an con­fe­sa­do que no veían nada. Y de este modo echó a andar el emper­ador bajo el mag­ní­fi­co palio, mien­tras el gen­tío, des­de la calle y las ven­tanas, decía:
—¡Qué pre­ciosos son los vesti­dos nuevos del emper­ador! ¡Qué mag­ní­fi­ca cola! ¡Qué her­moso es todo!
Nadie per­mitía que los demás se diesen cuen­ta de que nada veía, para no ser tenido por inca­paz en su car­go o por estúpi­do. Ningún tra­je del Monar­ca había tenido tan­to éxi­to como aquél.
—¡Pero si no lle­va nada! —exclamó de pron­to un niño.
—¡Dios ben­di­to, escuchen la voz de la inocen­cia! —dijo su padre; y todo el mun­do se fue repi­tien­do al oído lo que acaba­ba de decir el pequeño.
—¡No lle­va nada; es un chiquil­lo el que dice que no lle­va nada!
—¡Pero si no lle­va nada! —gritó, al fin, el pueblo entero.
Aque­l­lo inqui­etó al emper­ador, pues bar­runt­a­ba que el pueblo tenía razón; mas pen­só: «Hay que aguan­tar has­ta el fin». Y sigu­ió más alti­vo que antes; y los ayu­das de cámara con­tin­uaron soste­nien­do la inex­is­tente cola.

Este rela­to lo escribió orig­i­nal­mente , puedes leer más relatos, tan­to de mi propiedad como de otros autores, en mi sec­ción de relatos.

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