El mejor día de su vida
23-III-2016
Como cada mañana, de lunes a viernes, Daniel se levantaba pronto para ir al colegio. Al contrario que a sus compañeros de clase: a él no le importaba madrugar. Es más, lo prefería; así tenía más tiempo para darse un respiro e ir relajadamente haciendo su rutina habitual antes de llegar a clase, e incluso llegaba con tiempo de sobra para poder leer algunas páginas del libro que tuviera entre manos en ese momento. En su rutina no había nada fuera de lo común, pero para él seguirla de ese modo le suponía uno de los primeros placeres de cada día: se despertaba, iba a jugar un poco con Tom —su gato—, se duchaba, y generalmente al terminar desayunaba un buen tazón de leche con cereales mientras leía. Había aprendido a hacer todo esto, y mucho más, solo, sin necesitar a nadie, ya que gran parte de su tiempo la pasaba solo. Su madre murió en el parto, poco después de que él naciera; su padre se pasaba trabajando casi tantas horas como el día tenía para que a Daniel no pudiera faltarle de nada, así pues: si no estaba en el colegio, generalmente, estaba completamente solo; tanto para bien como para mal.
La rutina seguía: tras desayunar él le tocaba el turno a Tom; siempre le abría una lata de su comida favorita mientras le decía que no había nada como comer lo que más te gusta a primera hora del día. Su gato no parecía comprender bien el significado de sus palabras, pero desde luego, hacía desaparecer la comida casi como por arte de magia mientras Daniel sonreía complacido. Tras esta alegría más o menos momentánea le solía venir a la cabeza Sonia: esa chica de su clase que tanto le gustaba y que ni siquiera se atrevía a mirar directamente a los ojos. Cuando le ocurría esto rápidamente intentaba pensar en otra cosa y seguía con su rutina: cepillarse los dientes, vestirse, prepararse los libros para clase y dar unos últimos achuchones a Tom antes de dejarlo solo hasta su regreso a mediodía.
Pero ese día Tom no parecía receptivo y no salió a despedirlo como de costumbre. Daniel se sintió un poco triste, pero era algo que muy de vez en cuando Tom solía hacer, Daniel suponía que querría un rato de intimidad para pensar en sus cosas gatunas, así que no le dio más importancia de la que tenía. Salió, cerró la puerta de su casa y… notó un pinchazo y llegó la oscuridad.
De repente estaba muy lejos de su casa, de hecho ni siquiera reconocía el lugar donde estaba. A quien sí reconocía era a Sonia, a la preciosa Sonia. Y nada más verla, como siempre hacía, metió las manos en los bolsillos y agachó la cabeza. Pero al contrario de lo que solía ser habitual Sonia habló. Sonia dijo algo… no, Sonia LE dijo algo, a él, a Daniel, el vergonzoso Daniel que nunca aspiraba a poder seducir a ninguna chica. Una chica estaba hablándole, y no era cualquier chica: era Sonia. Ahora bien, no tenía ni idea de qué le había dicho, ¿qué podía hacer sin parecer demasiado tonto…?
—Eh… hola.
—¡Hola Daniel! ¿Qué haces tú por aquí? No te había visto nunca pelándote las clases, ¿qué tal?
Por aquí… ¿dónde? —pensó Daniel—, si no tengo ni idea de dónde estoy.
—Mmm… pues no sé, no… suelo ir a clase siempre, es cierto… Bien, ¿y tú? ¿Qué tal?
—¡Bien! No ha venido nadie más, ¿nos vamos a dar una vuelta por ahí?
—¡Claro!
Estuvieron caminando durante un largo rato, hablando de todo y de nada, mirándose de vez en cuando con el rabillo del ojo como dos adolescentes que quieren decirse más de lo que nunca llegarán a decirse: como lo que eran, claro. Poco a poco hasta Daniel fue perdiendo su característica timidez, y fue adentrándose en temas más personales, más reservados, más íntimos; y Sonia, asombrosamente receptiva, no dudaba un instante en seguir su emocionante juego. Estaba saliéndole todo bien, Daniel se sentía fuerte, crecido; todas las situaciones comprometidas que se había imaginado con Sonia estaba afrontándolas sin problemas, y eso le hacía sentirse bien, con una confianza en sí mismo que rara vez había experimentado antes. Llegó el momento y ni se lo pensó; se lanzó y probó suerte: acercándose un poco más de lo necesario a Sonia le rozó la mano y se la cogió; él no dijo nada más, Sonia tampoco, pero vio que sonreía y apretaba con fuerza la mano de Daniel, como si en ese momento en el mundo nada fuera más importante que ellos dos con sus manos entrelazadas y suspirando amor el uno por el otro.
—Daniel, hay algo que quería decirte…
—¡Espera! Yo primero: también hay algo que quiero decirte… en realidad algo que quiero decirte desde hace mucho tiempo: creo que estoy enamorado de ti. Bueno, eh, creo no, lo sé: estoy enamorado de ti, así mejor.
Sonia se quedó mirándolo, sin decir nada.
—¡Dime algo Sonia! No me dejes así.
Y Sonia no dijo nada. Se acercó a él y lo besó; un tierno beso en los labios, mantenido durante unos segundos que a Daniel le supieron a horas.
Y entonces regresó a su casa. Estaba en el salón, y se vio a sí mismo sentado en su mecedora, maniatado y con la boca cerrada con un trozo de cinta americana. No había ni rastro de Tom, y menos todavía de Sonia; los muebles estaban abiertos, todo estaba por el suelo; tampoco estaban ni la televisión que su padre le había podido comprar la semana pasada ni su videoconsola. El reloj de pared marcaba las 11:17 de la mañana, y su padre por lo menos hasta las nueve de la noche no llegaría.
Y lo peor no era eso, lo peor era que había sido el mejor día de su vida. Y que ese día no había sido real.
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